martes, 28 de mayo de 2013

Tales of ash and dust II

Mi primer día de colegio, algo nuevo para mí, tantos compañeros, todo prometía horas y horas de diversión. Muchos se aferraban a las largas faldas de sus madres, reticentes de lo que ese día les esperaba.

-Buenos días, soy la profesora Allen ¿Quién es el pequeño?- escuché una cálida voz preguntar mientras aquella mujer se agachaba y me sonreía de una forma que me hacía sentir reconfortado, como lo hacía mamá.

-James, James Waltz- respondió mamá mientras reposaba sus manos en mis hombros.

-¿Quieres venir conmigo James?- me tendió la mano la señorita Allen.

Asentí, y dando un paso adelante me agarré de su mano.

-Las clases terminan a las tres, puede pasarse entonces a recogerle- aclaró la señorita Allen a mi madre.

Yo, distraído con la muchedumbre de la escuela, seguí a la señorita Allen por el patio del recreo, luego seguimos un pasillo, al fondo del cual había un aula con la puerta entornada, dentro había más niños, coloreando dibujos como los que adornaban el pasillo.

-¿Por qué no te sientas y coloreas un dibujo antes de que empiece la clase?- me susurró la señorita Allen.

Solté su mano y perdido me dirigí a uno de los sitios libres. Cuando me senté, el chico que estaba a mi lado me ofrecía un papel y un par de colores.

-Soy James- dije mientras aceptaba con gusto aquellas cosas.

-Yo soy Arthur- dijo aquel chico que en seguida se agachó sobre su dibujó a seguir coloreándolo.


Los siguientes años fueron efímeros, me gustaba volver a casa y demostrar lo que había aprendido, como aquél día que en el silencio de la mesa de la cocina leí la etiqueta de la caja de galletas. Aquél día vi una de las escasas grandes sonrisas de mamá, que corría a abrazarme mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Por las tardes, tras hacer los deberes, me gustaba jugar con Arthur. Los domingos después de ir a la iglesia, nuestros padres nos daban algo de dinero y podíamos comprar golosinas. Si de por sí era genial pasar las tardes con Arthur, las tardes de domingo el sabor del azúcar deshaciéndose lentamente en la boca hacía que los minutos volaran.

Los años de escuela tocaban a su fin, y con cada uno de ellos había encontrado poco a poco en Sara, la señorita Allen, una confidente y un apoyo enorme. Me encantaba dibujar, imaginar mundos y plasmarlos en imágenes, y cada boceto que le presentaba a Sara se llenaba de elogios.

De camino a casa, algunos días me cruzaba con mi padre. Su mirada se había vuelto oscura, algo intimidatoria. Sin mediar una palabra seguía su camino. Por la noche cuando volvía llenaba la casa de ruido e intercambiaba algunos gritos con mi madre. Odiaba esa situación, no veía qué podía causar tales disputas, pero yo no pintaba nada entre dos adultos, así que me tapaba la cabeza con la almohada e intentaba conciliar el sueño, pero todo cambió un día, una de esas vueltas a casa. De lejos observé a mi madre en la puerta de casa, mi padre cargaba algo en los brazos, lo dejó caer al suelo y entró en la casa, segundos después salió con una botella y un mechero. Roció las cosas del suelo y les prendió fuego delante de casa, después se dirigió hacia mi.

 -Tus sueños no nos dan de comer, pero quizás nos mantengan calientes en el invierno- susurró en mi oído.

Acto seguido siguió su camino. Yo aceleré la marcha para contemplar aquel fuego, destruyendo lentamente mis cuadernos de dibujo a la vez que hacía cenizas una parte de mi corazón.

sábado, 18 de mayo de 2013

Tales of ash and dust

  Era domingo, otro domingo cualquiera en el que tras volver de la iglesia visitábamos a la abuela. Yo estaba en el salón, jugando con mis coches de plástico. La abuela se balanceaba en su mecedora, tejiendo otro de sus jerseys, sin levantar la vista ni un segundo. Papá y mamá habían subido arriba, decían que venían cansados y necesitaban dormir un rato. Oía cómo hablaban, aunque no llegaba a entender lo que decían, y en ese momento tampoco me importaba, yo era feliz con mi deportivo rojo, dejando atrás a todos los demás en la carrera que tenía lugar en el parqué de la sala de estar. Ya sólo quedaba el coche azul por delante, a segundos de la meta, cuando por fin... Un golpe sordo resonó por toda la casa. Yo miré a mi abuela, ahora quieta, mirándome a mi. Me sonrió levemente y siguió tejiendo. Yo, confuso, le devolví la sonrisa y me puse en pie para descubrir que había pasado.

-James, querido ¿Dónde vas?- preguntó rápidamente mi abuela.

-Voy arriba a ver que ha sido eso-

-Arriba están papá y mamá, no querrás despertarlos ¿No?-

  Negué con la cabeza y volví a sentarme, dispuesto a empezar otra carrera.

  Un par de horas más tarde mi padre bajaba las escaleras, tras él mi madre, aferrando su bolso contra sí misma. Llevaba el pelo a un lado, sobre la cara. Mi abuela la miró, y ella levantó la mirada brevemente para corresponderle. Su labio sangraba. Mi abuela entró a la cocina, volviendo con un trozo de papel para limpiar el labio de mamá cuando papá volvió del lavabo.

-Venga, tenemos que irnos- cogió a mi madre del brazo y miró a mi abuela con una de sus miradas de pocos amigos -James, nos vamos-

  Recogí mis coches y caminé hacia él. Noté cómo mi abuela me acarició el pelo cuando pasé a su lado.

-No quiero que toques al chiquillo- dijo mi abuela.

¿Por qué no iba a querer ella que papá me tocase? A mi me gustaba cuando venía del trabajo y me abrazaba.

-Tranquila- musitó mi madre mientras me rodeaba con sus brazos.

Mi abuela hizo un gesto de pesadumbre y nos acompañó a la puerta.

El viaje en coche fue aburrido. Los campos estaban amarillentos en esta época. Papá y mamá hablaban de dinero. Papá estaba serio y no apartaba la vista de la carretera. Mamá se limpiaba el labio y miraba de reojo a papá, asintiendo cada vez que él decía algo.

Llegamos a casa de noche. Mamá me envió a mi cuarto a ponerme el pijama. Algunos minutos después subió ella con el suyo puesto, se arrodilló ante mi y me acarició el pelo sonriendo.

-¿Estás cansado?-

Asentí

-Vamos a la cama- me cogió de la mano y se tumbó junto a mi.

Enseguida mis ojos se empezaron a entornar. Noté que mi madre me besaba la cabeza y me estrechaba en sus brazos contra su pecho. Me hacía sentir cálido y a gusto, por lo que no tardé en rendirme al sueño.