Entró en aquella
oscura habitación, cerrando la puerta tras de sí, despacio, con una mano en el
pomo y otra en la madera, como acariciándola. Cerró el pestillo y apoyó en ella
la cabeza suspirando. Cerró los ojos unos segundos y más por inercia que por propia
fuerza dejó que su cuerpo se volteara para contemplar el habitáculo, oscuro,
pero lleno de pequeñas luces. A su izquierda el escritorio y una serie de
estanterías que daban cobijo a las luces de la impresora al fondo. Un poco
antes las del ordenador, encima el botón de encendido de la pantalla, la
pequeña verde del altavoz, el móvil cargando y otros pocos destellos
tintineantes. En frente, las luces de las
farolas se abrían paso entre los agujeros de la persiana para quedar
atrapadas en la cortina. Algún aparato iluminaba la esquina derecha emitiendo
una suave música. Aquello parecía la ciudad de Las Vegas, tanto brillo en la
oscuridad de un desierto. Más cerca aún, tras el perfil del armario se escondía
una cama deshecha, con un par de cojines esparcidos y la manta acurrucada a un
lado. Ella podría estar ahí detrás, escondida en las sombras, cubriendo la
almohada con sus cabellos, respirando suavemente, lo estaba escuchando, el aire
entrar ansioso en su pecho y salir despacio con recelo.
Abandonó el calor
del radiador bajo el perchero que quedaba oculto al abrir la puerta y comenzó a
caminar de puntillas por el frío suelo hasta la alfombra, donde apartando de su
camino la ropa allí tirada llegó al borde de la cama, donde sentado se quedó
mirándola. La almohada dormía arropada por los castaños cabellos, las sábanas
de seda se pegaban a su delicada piel buscando calor y un cojín se abrazaba a
su pecho. Su figura se movía despacio con cada respiración. Algún que otro
suspiro portaba su perfume inundando la habitación.
Recordaba aquella
tarde grisácea paseando junto a ella por Londres. Resultaba fascinante observar
cómo todo el bullicio y el estrés de las transitadas calles desaparecía para
ellos dos, como si una burbuja de felicidad impidiese romper aquel momento.
Estaba preciosa, sus pantalones vaqueros, las botas, esa camiseta marrón
ajustada y la chaqueta de cuero, todo parecía diseñado para ella, para cada
detalle de su cuerpo, aunque sin duda lo que más resaltaba de todo el conjunto
eran aquellas gemas brillantes e inocentes que observaban perplejas el mundo
con una grácil sonrisa.
No podía ser más
feliz entonces, una espectacular ciudad, una cálida belleza como compañera, un
momento de éxtasis y un amor que nunca lo abandonaría. Así, en su sueño, siguió
recordando.